Pista perteneciente al PROYECTO VACAS (Rock and Poe del Desierto)
Música: Bruno Bustamante Torino
Voz: Alberto Román
Texto: Alberto Suárez
Tapa del libro al que pertenece el cuento de Suárez (LOS CUENTOS QUE NO CANTO. Ed. de la UNSJ, febrero de 2010. Foto de tapa: Alejandro Urioste, composición con obra «La Maja-Dora» (2006-2009) de Jimena Cabello. Óleo y sintético sobre lienzo (1,30 x 1,10).
Escena
de una canción de amor
–Enjuáguese, por favor.
La piletita tiene un pequeño caño en
forma curva del que sale con fuerza un chorrito de agua y pega en el fondo de
un minúsculo vaso descartable.
Hago un buche y escupo.
Ahora reclina la camilla y quedo
prácticamente acostado.
Ella, con un barbijo, está
poniéndose unos guantes transparentes, enciende una luz arriba y la acerca a mi cara.
Prevalece el olor a xilocaína y otros
anestésicos.
El sonido es igual al de los
restoranes, pero éstos no son cubiertos.
Agarra algo que termina en un
espejito redondo y un gancho puntiagudo con mango y me dice:
–Abra.
Abro la boca. El barbijo está casi
rozándome la nariz. Sólo puedo enfocar uno de sus ojos. Un círculo marrón
trigueño rodeado de pequeñísimas gotas de agua, verde. La escucho decir:
–No cierre.
Hace un gusano de algodón y me lo
pone entre la encía y la cara.
Ahora está doblando un tubo blanco
de plástico que se continúa en un caño negro. Coloca el extremo doblado,
también entre la encía y la cara, pero del otro lado. El tubo aspira, y con mi saliva emite un
sonido como el de las bombillas de gaseosa cuando ya casi no queda más en la
lata. Vuelve a decirme:
–No cierre.
Ha puesto un cartucho en una
jeringa, y el sonido al cerrarla me produce un escalofrío igual que estar
frente a un arma que acaban de cargar y remontar, y que me apunta, lista para
el disparo. Le escucho decir:
–Tranquilo.
Está frotándome con algo la encía,
al lado del algodón. Vuelve a estar el
barbijo desde donde respira al lado de mi nariz y, perfectamente en foco, el
mismo ojo. Veo la punta de la lámpara en lo alto de la
pupila, y en lo blanco, del lado del
lagrimal, se me hizo ver letras pequeñas que corrían a esconderse debajo de los
párpados, pero en ese momento repite:
–Tranquilo, respire hondo, es sólo
un pinchazo.
Sostiene el arma en alto mientras
con la otra mano estira un costado de mis labios en toda su extensión. Allí introduce el arma y empuja con fuerza y
decisión. Temo quedar atravesado y que el líquido me chorree por la
papada, pero el ojo está de nuevo allí y
esta vez las letras ya no se esconden en los párpados, suben por el costado de
la nariz, cruzan el entrecejo y se organizan en la frente; y estoy leyendo:
“Me encantaría que me llames”.
Y al lado, un número de teléfono que
termina en una coma y después dice:
“Particular.”
Le oigo decir:
–Enjuáguese, ya puede tragar y
sentarse un rato.
Ella sale. Yo quedo extrañado, con
la cara algo más pesada de un costado, y va en aumento una rara mueca cuando
escupo o quiero hablar.
Ha vuelto. Vuelve el gusano de algodón al
costado de la encía y el tubo blanco del otro lado. El sonido de vajilla da
como resultado una pinza que me recuerda a mi abuelo carpintero, o mas bien una
pequeña tenaza algo más sofisticada. Pero esta vez no la ostenta en alto sino
que la disimula por lo bajo, mientras vuelve a extender el costado de mis
labios... Pero ya el ojo está de nuevo
allí, en toda su delicia, y las letras, en confianza, me esperan ordenadas en
la frente. Ella dice:
“Es sólo un momento, si duele me
avisa.”
Y en la frente leo:
“Me gustaría que me avises si te
gusto.”
Noto un hormigueo en mi frente y me
doy cuenta de que se ha entablado un diálogo.
Veo desde sus pupilas, que sobre mis cejas dice al rojo vivo:
“Me encantás.”
E inmediatamente debajo de su
flequillo dice:
“Yo te quiero.”
Y en mi frente:
“Yo también.”
Y en la de ella:
“No dejes de llamarme, por
favor.”
Y en la mía:
“Tengo champaña en la
heladera.”
Y ella:
“Esta noche, si es posible.”
Y yo:
“Toda la noche.”
Ella:
“Mañana desayunamos y te llevo las
tostadas a la cama.”
Ella, de nuevo:
“Muerda.”
Yo quiero morder la tostada y
entonces escucho su voz que me dice:
–Tranquilo, ya pasó. Muerda, firme.
Mantenga la gasa apretada una media hora. Después haga buches con agua tibia y
sal. Cualquier cosa, me llama.
Anota un número al dorso de una
tarjeta, me la da y me escucho decir con voz nasal por apretar la gasa:
–Ya tengo ese número.
Ella se sonroja (yo también) y
exclama:
–¿Cómo?
Pero ya hay otro
paciente en la puerta, detrás de mí, así que tomo la tarjeta, esbozo una sonrisa
que me sale sólo del costado no dormido y me voy, con los dientes apretados.
Alberto Suárez
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